Relato: Encontronazo.
- Un capítulo más
- 31 ago 2020
- 3 Min. de lectura
Una de las frases hechas más usadas por los adultos es que «todos llevamos un niño dentro». Es probable que sea una de las tantas frases y pensamientos que los adultos inventamos para autoconvencernos de que la vida y los años pasan o, como decía Cortázar: «En realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperados para atrás».
Sea como fuere, aquel hombre de traje tuvo un encontronazo con su niñez. No creo que sea la palabra más adecuada, pero para él sí lo era. Encontronazo (según el diccionario mental de aquel hombre): dícese de una persona que se encuentra con un hecho o persona de forma violenta o repentinamente.
No es una definición digna de la RAE, pero no se estila que todos los parlamentarios sean tan leídos. Además, lo que viviría después estaba tan alejado de la persona que era en aquel momento que no se podía describir de otra manera.
El encontronazo fue con un par de lentes y un niño. El semáforo estaba en rojo, y en la acera, a su lado, una madre esperaba para cruzar con su hijo de la mano. Un pequeño que no pasaba de los cinco años, de pelo azabache y sonrisa fácil. O falsa, a criterio del hombre. También llevaba unos lentes que parecían de plástico, con cristales multicolores. El niño miraba fijo las luces de los semáforos del otro lado de la calle, y cada tanto bajaba la vista lentamente por el poste que sostenía las luces y emitía una carcajada contagiosa.
—¿Qué es tan gracioso? —le preguntó el hombre al pequeño.
—Los hombrecillos —dijo el niño, sin quitar la vista del semáforo, con la sonrisa dibujada en los labios.
—¿Cuáles hombrecillos? No veo a nadie.
Mientras tanto, la madre los miraba curiosa, orgullosa de la imaginación de su hijo y de que socializara de forma tan amable.
—Los que manejan las luces. Usted no los ve porque no tiene estos lentes. ¿Quiere verlos?
El niño se sacó los lentes, dejando a la vista unos ojos marrones, y parpadeó para volver a acostumbrarse a la luz del sol. Se los tendió al hombre, justo antes de que el semáforo por fin cambiara a verde.
El hombre se los puso, solo para complacer al niño. Sin embargo, lo que vio lo dejó sin habla. El semáforo se puso en verde y el niño se alejó de la mano de su madre. Los peatones que estaban esperando para cruzar lo rozaron al pasar y algunos lo empujaron con insultos, pero él estaba absorto: miraba a los hombrecillos. Podía ver al menos a diez. A través de la pintura amarilla del semáforo, vio una especie de enanos de jardín muy pequeños, que se movían a través de poleas y engranajes de un lado a otro. Detrás de las luces, unas plataformas como mamparas horizontales separaban los distintos pisos donde trabajaban los hombrecillos. Se movían perfectamente coordinados, mientras unos subían por las poleas por el lado de adelante, trayendo lo que parecía ser carbón, otros bajaban por el ascensor de la parte posterior, y otros llenaban un pequeño horno de carbón a paladas. Esa era la energía que utilizaban las luces de los semáforos. La coordinación era crucial. Debían poner la cantidad exacta de carbón para que las luces se mantuvieran encendidas el tiempo determinado por las leyes de tránsito. Aquella primera experiencia fue el comienzo, y se puso los lentes en cualquier lado donde no pudieran verlo, y volvía a ser un niño a escondidas. Allí vio que adentro de los cajeros automáticos había un señor que contaba los billetes y le daba el dinero. Volvió a encontrarse con los enanos y las poleas en una cisterna de baños públicos.
El mundo gris del hombre de traje, sentado en una banca en el parlamento, comenzó a tomar color y no fue difícil que terminara conectando aquellos recuerdos de su niñez con sus propias raíces y las convicciones por las que se había postulado en sus principios de político joven y emergente.
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